Si unos seres de una civilización más desarrollada que la nuestra llegaran por primera vez a este planeta es muy verosímil que se sorprendieran por algunas de nuestras costumbres, formas de actuar y de organizamos socialmente. Posiblemente, las dos cosas que más les chocarían serían el derroche energético y la existencia de desigualdades extremas.
En la medida que aquellos seres procedieran de una civilización tecnológicamente más avanzada que la nuestra no podrían entender muy bien por qué despilfarramos innecesariamente tantos recursos energéticos en trasladarnos de unos lugares a otros, en enfriar y calentar exageradamente las estancias, en aparatos y vehículos hiperconsumidores, en iluminar continuamente espacios en los que no hay presencia o necesidad, en tratar el agua como si fuera un recurso ilimitado...
Si entablásemos una conversación racional con estos hipotéticos seres de otra civilización lo más probable es que acabáramos poniéndonos rojos de vergüenza.
Pero si la civilización de esos seres, además de más avanzada científicamente, fuera también muy desarrollada moral y racionalmente, nos pondrían en serios aprietos cuando nos preguntaran por las razones de tantas y tan extremas desigualdades. Ante su sorpresa y sus preguntas es posible que nosotros pusiéramos «cara de póquer» y les repitiéramos seriamente todas las explicaciones que nos han proporcionado los sociólogos funcionalistas y todas las convenciones y justificaciones que nos son transmitidas a lo largo de la vida.
« ¡Ah! —dirían ellos— entonces se trata de una cuestión de herencia y de premios y castigos por lo que cada uno hace en la sociedad.». «Pero —añadirían— ¿cómo es posible que se premie a unos con más riquezas y recursos de los que podrán llegar a disfrutar en toda su vida y, en cambio, a otros no se les proporcione lo más imprescindible para poder sobrevivir dignamente?, ¿por qué algunos comen con tanto exceso, hasta poner en riesgo su salud, y otros llegan a morir porque no tienen lo suficiente para comer?, ¿por qué se destruyen alimentos o se tiran al mar en unos países, mientras en otros hay millones de personas que sufren crueles hambrunas?»
Cuando la conversación llegara a este punto, algunos niños y personas un poco ingenuas es posible que abrieran los ojos y pensaran «eso mismo me preguntaba yo». Pero, inmediatamente habría alguien que terciaría en el debate y desde la solemnidad de su alto rango engolaría la voz para explicar el problema de los precios, las leyes del mercado y las necesidades de racionalización de la economía.
Como lo más seguro es que aquellos seres harían gestos de extrañeza al escuchar la palabra «racionalización» («¿Cómo esa supuesta racionalización puede producir efectos tan irracionales? —se dirían—»), entonces aquel buen hombre se sentiría en la obligación de poner un ejemplo expresivo. «Miren Uds. — argumentaría — Bill Gates era un chaval despierto, que trabajó tan duro y con tanta inteligencia que acabó lanzando al mercado productos informáticos tan competitivos que todos los acabaron comprando. Por lo tanto, ha hecho una gran fortuna. Nadie le ha regalado nada. Es decir, la sociedad —o sea el mercado— le ha premiado por su trabajo, por su inteligencia y por la utilidad de sus mercancías. De esta manera, premiando a los más trabajadores y capaces nuestra sociedad ha logrado progresar.» «¿Y se hace lo mismo con los que inventan una vacuna para pre-venir enfermedades?» — podrían preguntar de nuevo —. «Bueno, en ese caso los beneficiados suelen ser los laboratorios», terciaría nuestro prohombre, poniendo un semblante de circunstancias y bajando un poco la voz.
Lo más probable es que aquellos seres supercivilizados muy pronto empezarían a pensar que su interlocutor no estaba siendo veraz con ellos y que utilizaba los argumentos y las explicaciones como mejor le convenía. Y, sobre todo, los cálculos no les acabarían de cuadrar. «Si ese tal Bill Gates tiene una fortuna de catorce o quince billones de pesetas—se dirían— y su esperanza de vida es de ochenta u ochenta y cinco años, aunque no ganara ya nada más, tendría que ser capaz de gastar más de mil millones diarios —lo cual es imposible— hasta el momento que no le quedaran fuerzas; mientras tanto mil doscientos millones de seres humanos tienen que intentar sobrevivir con sólo un dólar diario.» «Este Planeta es un poco raro —pensarían— ¡ menudo sistema tienen de premios y castigos para estimular el progreso ! , ¿qué significado darán realmente a la palabra progreso?, ¿aplicarán en sus escuelas el mismo sistema de premios y castigos? ¡Este no puede ser un buen sistema! —concluirían—. ¡Todo es tan extremo y exagerado!»
LA SOCIEDAD DIVIDIDA de “José Felix Tezanos”

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